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¿Por qué improvisar no ha dejado de ser la norma en América del Sur?

Martín Molano

24 de noviembre de 2025

Escribimos esta entrada porque la improvisación ha sido parte estructural de nuestra cultura, pero hoy —con el nivel de información, profesionalización y tecnología disponible— ya no puede seguir ocupando el lugar que tuvo cuando todo dependía del instinto. Pensarla con cuidado es necesario si de verdad queremos movernos como continente hacia una manera distinta de operar.

Escribimos esta entrada porque la improvisación ha sido parte estructural de nuestra cultura, pero hoy —con el nivel de información, profesionalización y tecnología disponible— ya no puede seguir ocupando el lugar que tuvo cuando todo dependía del instinto. Pensarla con cuidado es necesario si de verdad queremos movernos como continente hacia una manera distinta de operar.

¿Por qué improvisar no ha dejado de ser la norma en América del Sur?


Por: Martín Molano
Editor de contenido: Danyi Prieto


Preguntarse por qué improvisar sigue siendo la norma en América del Sur es entrar en una zona incómoda, pero necesaria. No porque la improvisación sea un defecto en sí misma —a veces salva, a veces ilumina— sino porque su presencia constante dice algo sobre cómo operamos, cómo aprendemos y qué entendemos por responsabilidad. En un continente donde “resolver” se volvió virtud y donde la creatividad ha funcionado como reemplazo de la estructura, vale la pena examinar qué implica vivir y trabajar apoyados en un recurso que nunca fue pensado para ser hábito. Esta pregunta importa porque no habla solo de viajes o de operaciones: habla de una manera de estar en el mundo. Y tal vez, de sus límites.


Improvisar no se volvió norma porque fuéramos irresponsables, sino porque durante décadas funcionó como mecanismo de supervivencia. Cuando no había rutas claras, el guía resolvía. Cuando no había Estado, la comunidad absorbía. Cuando no había datos, se trabajaba con intuición. Esa historia dejó una marca profunda: nos acostumbró a leer la improvisación/creatividad como reemplazo de la estructura. Y aquí aparece la tensión que importa: la improvisación sí nos ha salvado incontables veces, pero esa misma efectividad aparente ha impedido que construyamos sistemas que prevengan lo que ninguna improvisación puede compensar. El problema no es que improvisemos; es que ya no sabemos distinguir cuándo es virtud y cuándo es renuncia.


Esa historia dejó una marca profunda: nos acostumbró a leer la improvisación/creatividad como reemplazo de la estructura


Improvisar, en el sentido profundo, no es lo mismo que adaptarse. Adaptarse es ajustar sobre una base sólida; improvisar es suplir la ausencia de esa base. Una operación madura necesita ambas cosas, pero en su justa proporción. La improvisación es un recurso táctico —útil, necesario— cuando algo cambia en el terreno, cuando el clima gira, cuando un grupo se desregula. Pero cuando ese recurso empieza a ocupar el lugar de los hábitos que deberían existir antes del viaje —la planificación, los roles definidos, la lectura previa del territorio, los criterios de decisión— entonces deja de ser virtud y se convierte en señal de vacío. Para mí, el continente ha confundido esos planos: ha tratado la flexibilidad como sistema y la estructura como opción. Y mientras no distingamos entre el momento en que improvisar es respuesta legítima y el momento en que improvisar es renuncia anticipada, seguiremos interpretando el síntoma como si fuera talento.


La diferencia entre improvisar por necesidad e improvisar con método solo se vuelve nítida cuando se mira lo que ocurre en el terreno. Las montañas y los bosques no perdonan la ausencia de estructura: amplifican cada omisión, cada silencio, cada rol no asignado, cada punto de control que nunca se hizo. Ahí, en la textura real del camino, se ve si la improvisación opera como un recurso excepcional o como un hábito que intenta, torpemente, reemplazar la planificación. Para ilustrar esa tensión —que en papel parece teórica, pero en la montaña se siente en el estómago— basta con pensar en una contingencia clásica, por ejemplo: una persona perdida.


Imagina un sendero que atraviesa una montaña, estrecho y saturado de neblina. El bosque respira humedad y cada hoja brilla como si acabara de llover. El grupo avanza cansado después de varias horas, extendido en una línea demasiado larga: dos personas adelante, cinco en el centro, tres rezagados. Nadie lo nota en el momento exacto, pero uno de los rezagados se detiene a amarrarse la bota, y cuando levanta la vista, el sendero ya está vacío. La neblina se traga la silueta del último compañero como una cortina gruesa. Más arriba, el guía escucha un silencio extraño —el tipo de silencio que anuncia que falta algo— y ordena detenerse. El conteo no cuadra. En ese instante, la escena se bifurca: una parte del grupo quiere devolverse a toda prisa; otra empieza a llamar su nombre; alguien propone dividirse; otro dice que “seguro viene por ahí”. Cada uno improvisa según su instinto. Nadie sabe realmente qué hacer. Ese momento, tan común y tan humano, muestra cómo se ve la improvisación cuando intenta ocupar el lugar de la planificación.


La misma escena cambia por completo cuando la planificación existe en dos momentos distintos. Primero, el momento preventivo, acá se hace correr un estándar, para el caso, estándar de caminata: quién abre, quién cierra, quién sostiene la mitad del grupo, los puntos de control marcados, los equipos necesarios y un ritmo acordado para que nadie se estire más allá de lo razonable. Segundo, el momento reactivo, que también es planificación, solo que en tiempo real; la contingencia que ordena el caos: conteo inmediato, última ubicación conocida, búsqueda en parejas con comunicación activa, límite de tiempo antes de escalar el tema. En ese doble andamiaje, la improvisación sigue siendo necesaria —porque la montaña nunca firma un contrato—, pero ya no ocupa el lugar de la estructura: la complementa. La creatividad del guía no desaparece; encuentra un cauce.


Al final, lo que muestra este episodio en la montaña no es una respuesta, sino una inquietud que vuelve con más fuerza. Porque entre la improvisación que salva y la improvisación que sustituye lo que nunca se planeó, hay un territorio que este continente habita sin cuestionar. Y es ahí donde la pregunta regresa, intacta, casi más precisa que al inicio: ¿por qué improvisar no ha dejado de ser la norma? No para resolverla hoy, ni para condenarla, sino para sostenerla abierta. Para mirar de frente ese hábito que hemos convertido en identidad, y preparar el terreno de las semanas que vienen, donde tal vez podamos empezar a ver no solo de dónde viene la improvisación, sino qué lugar debería ocupar.


Bonus track — Para seguir pensando desde la práctica

  1. Estándar de caminata dos o más horas. La herramienta que antecede a la contingencia y distribuye responsabilidad antes de salir. Por qué está aquí: Permite ver cómo la planificación tiene dos momentos —preventivo y reactivo— y cómo ambos reducen el peso que se le exige a la improvisación.

  2. Contingencia Persona perdida. Una mirada a cómo un equipo ordena el caos cuando el terreno deja de dar segundas oportunidades. Por qué está aquí: Este PTO muestra con claridad la diferencia entre improvisar por instinto e improvisar dentro de un marco ya preparado.

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