
¿Qué ha perdido América del Sur por improvisar?
La semana pasada abrimos una puerta incómoda: la improvisación no como gesto creativo, sino como rasgo cultural. Un hábito que nació de la necesidad y terminó ocupando el lugar de la estructura. Esta semana damos un paso distinto: mirar de frente lo que ocurre cuando ese hábito deja de ser excepción y se vuelve forma de operar.
En 2018, en el Río Naranjo en Costa Rica, tres kayaks se voltearon al mismo tiempo apenas minutos después de iniciar la ruta. Cinco muertos. En 2022, en el Lago de Furnas en Brasil, un bloque de roca cayó sobre embarcaciones turísticas: diez muertos, treinta y dos heridos. Y en 2024, en el Nevado del Tolima, un participante en ascenso mostró signos de mal de altura; el rescate llegó de madrugada y ya era tarde. Los tres casos fueron ampliamente reportados por la prensa de cada país.
Estos casos tienen algo en común: todos ocurrieron en destinos operados cientos de veces al año. Todos tenían guías. Todos dependían, en distinta medida, de una combinación de experiencia, costumbre e intuición. Casos así se instalan en la memoria porque son extremos, pero también porque revelan algo que la rutina esconde: muchas operaciones funcionan no porque tengan sistema, sino porque la suerte las acompaña. Y cuando la suerte deja de acompañar, lo que queda expuesto es la fragilidad del método.
Lo sorprendente es que casi siempre, cuando se revisa la secuencia completa, aparecen silencios que no estaban en el titular. Un radio sin batería. Un aviso meteorológico que nadie volvió a leer. Un grupo que se dispersó más de lo razonable. Un guía que tomó la decisión correcta, pero sin el respaldo de un criterio escrito. No son fallas espectaculares; son pequeñas omisiones que, sumadas, forman una trama que el continente conoce demasiado bien, porque lo vive todos los días.
En la plataforma Ai+ (el sistema de registro de incidentes de Fullsky) esa trama aparece con una nitidez que sorprende incluso a quienes llevan años en el terreno. No en los grandes incidentes —que, en más de 124 000 días/persona (DPs) apenas llegan a un caso severo y 55 serios— sino en esa capa inmensa de desvíos menores que se repite con una regularidad difícil de ignorar: tres de cada cuatro registros pertenecen a la categoría “menor”; más de 2 600 situaciones donde algo no salió como debía, pero tampoco lo suficiente como para detener la operación. Ahí viven los radios sin batería, los grupos dispersos, la señal meteorológica que nadie volvió a revisar, el botiquín incompleto, el rol ambiguo, la decisión que depende de la memoria más fresca. Es una capa tan grande que no se explica por mala suerte, sino por hábito. Y cuando una industria acumula 3 522 registros, donde la mayoría de los problemas son pequeños pero persistentes, lo que aparece no es el retrato de la tragedia: es la evidencia de una costumbre. La improvisación no como chispazo creativo, sino como forma estable de operar. Es ahí donde la pregunta coge fuerza: ¿qué perdemos cuando dejamos que esa costumbre dicte la operación?
Si hubiera que elegir un punto de partida —si tuviéramos que nombrar qué se pierde primero cuando la improvisación se vuelve hábito— probablemente sería esto: la posibilidad de aprender. Una industria que improvisa es una industria que olvida rápido. Lo que pudo convertirse en evidencia se desvanece en la anécdota. Lo que pudo formar un estándar queda atrapado en la memoria de un guía. Cada salida sin registro, cada desvío sin análisis, cada improvisación que queda sin nombre es una lección que nunca se acumula.
Y, si seguimos ese hilo, aparece otra pérdida más sutil: la imposibilidad de demostrar buenas prácticas. No porque falten decisiones acertadas —en terreno, la gente decide todo el tiempo— sino porque sin sistema esas decisiones quedan suspendidas en el aire. No se documentan, no se comparan, no se sostienen en el tiempo. Un guía puede haber manejado impecablemente una situación compleja, pero si lo hizo desde la intuición, sin criterios visibles ni trazabilidad, su acción desaparece en la operación siguiente. Es una buena práctica que existió… pero que nadie puede ver, enseñar o auditar.
Cuando improvisar es la norma, lo que se pierde no es la acción correcta, sino la posibilidad de mostrar por qué fue correcta; de convertirla en confianza, en estándar, en estructura. Se pierde continuidad. Se pierde trazabilidad. Se pierde la capacidad de decirle a un cliente, a un socio o a un auditor: “esto lo hacemos bien, y aquí está la evidencia”.
Quizá lo que más duele no es lo que se pierde en cada incidente, sino lo que la industria deja de ganar: la capacidad de funcionar como un sistema. La improvisación rompe continuidad, impide compararnos, dificulta aprender entre pares. Sin un marco común, cada operación es un mundo aparte. Y una industria que no consigue sincronizar sus prácticas difícilmente puede mejorar de forma colectiva. Lo que se pierde no es solo control: es cohesión.
Llegados a este punto, no hay respuestas cerradas, apenas una inquietud que gana peso: si improvisar tiene un costo que ya podemos reconocer, ¿qué tendría que cambiar para operar de otra manera? ¿Qué prácticas, qué hábitos, qué estructuras? Esa es la pregunta que abre la tercer semana de esta secuencia, no como una solución, sino como un camino posible.
Bonus track — Para seguir pensando desde la práctica
Falacia de confirmación: prestar atención solo a los datos que confirman lo que ya creemos y desechar los que lo contradicen. “Ayer llovió más fuerte y no pasó nada, entonces hoy tampoco pasará.”



