
Nombrar es el primer acto. Si no sabemos qué es el riesgo, lo que al final estamos haciendo es movernos entre sombras, motivados por miedo, mitos, supersticiones o puro azar. La gestión exige un objeto que pueda ser descrito, estimado y deliberado. Por eso la pregunta “¿qué es el riesgo?” me acompaña todo el tiempo: ha sido, para mí, la bisagra entre actuar y abstenerse.
Un camino firme empieza por negar algunos atajos. El riesgo no es miedo: el miedo es una emoción útil, pero no un criterio operativo. El riesgo tampoco es azar: el azar describe una mera posibilidad sin contenido práctico; puede interesar al estadístico, pero no obliga a decidir. Y el riesgo no es peligro: el peligro es la fuente potencial de daño que puede existir sin nosotros. El hielo es hielo aunque nadie lo pise; la roca suelta no necesita observadores para ser roca suelta y caer. El riesgo emerge cuando actuamos en presencia de un peligro; puede haber azar y puede haber miedo, pero no son lo mismo.
Con los años, y muchas conversaciones con amigos y colegas, me ha resultado útil pensar la pregunta también desde una perspectiva gramatical. El peligro se nombra como sustantivo (“agua con residuos químicos”, “fauna silvestre”, “energía cinética”), mientras el riesgo aparece cuando introducimos el verbo que nos expone a esa fuente: beber, caminar, maniobrar. “Agua con residuos químicos” es una condición del entorno; “beber esa agua” convoca la probabilidad de enfermar y está asociada a un nivel de severidad de impacto en personas, ambien, equipos y objetivos
Desde una lente más técnica, el riesgo puede traducirse —con mayor o menor precisión— en dos preguntas elementales: ¿qué tan plausible es que ocurra? y ¿qué tan significativos serían sus efectos? De ahí la definición operativa que ha demostrado utilidad: Riesgo = Probabilidad × Consecuencia. Si cualquiera de las dos magnitudes es cero, el riesgo se desvanece. Con probabilidad nula, no hay caso; con consecuencia irrelevante, tampoco. La fórmula no pretende capturar toda la textura del fenómeno, pero funciona como lenguaje común: permite comparar escenarios, ordenar prioridades y sostener desacuerdos con base compartida.
Ahora bien, no conviene detenerse sólo en la ecuación. Si vuelvo a preguntarme qué es el riesgo, la respuesta no señala un objeto sino una relación. El riesgo no es un dato de la naturaleza, sino un método compartido para pasar de la incertidumbre a la decisión. Aparece cuando una posibilidad (probabilidad) se cruza con algo que importa (consecuencia) ante un sujeto que decide (intención y acción) en un contexto concreto (tiempo, recursos, entorno y estándares). Sin un para qué, no hay criterio para juzgar si la exposición vale la pena.
Llegados aquí, la teoría toca suelo. Gestionar riesgo no equivale a prohibir. De hecho, perseguir el “riesgo cero” suele producir el efecto contrario: experiencias sin aprendizaje o sistemas frágiles que no toleran variaciones. La gestión madura trabaja con márgenes de tolerancia: define qué combinaciones de probabilidad y consecuencia acepta, cuáles condiciona y cuáles rechaza. La herramienta típica para hacerlo visible es la matriz de tolerancia (probabilidad × consecuencia): no como ornamento, sino como acuerdo explícito sobre el margen de maniobra.
La paradoja del riesgo es que aquello que intentamos mitigar es, al mismo tiempo, condición de sentido para muchas experiencias. Sin un nivel al menos mínimo de exposición al riesgo no hay reto, ni aprendizaje, ni conquista; pero sin límites, la exposición devora el propósito que dice servir. La madurez consiste en sostener esa tensión sin negarla: aceptar que el riesgo no es un enemigo a exterminar ni un tótem a celebrar, sino una variable a calibrar.
Llevado a lo operativo, la paradoja nos obliga a diseñar umbrales razonados: zonas donde el valor esperado de la experiencia supera el costo potencial de la exposición, recursos, tiempos, habilidad de los participantes y entorno.
La dimensión ética cierra el círculo: decidir sobre riesgo casi siempre implica externalidades y asimetrías (quien decide no siempre es quien asume toda la exposición). Por eso la paradoja se gobierna con lenguaje común, consentimiento informado y humildad: reconocer lo que no sabemos, registrar incidentes y cuasi-incidentes, aprender en ciclos cortos y ajustar límites. No se trata de domesticar la vida, sino de preservar el margen fértil donde el riesgo enseña sin destruir: ese espacio en el que el cuidado y la ambición conviven y el avance sigue valiendo la pena.

En la imagen el cielo es gris, el agua parda y amplía, la orilla de arena y pastos. En medio varias canoas de madera se mueven sin prisa, gente de pie que conversa, lanza miradas al cauce y se entiende con gestos; no se ven chalecos salvavidas y algún motor asoma, pero todo transcurre con un ritmo calmo, como si el río fuera su zona común. Para mí, la imagen sugiere un saber hacer: equilibrio aprendido, distancias que se guardan sin hablar, motores que al acercarse parecen moderarse, atención compartida al cielo y a la corriente. Y ahí hay una forma silenciosa de gestión del riesgo: sin plantearlo de manera formal, las personas confían en su pericia y en la estabilidad del momento; el entorno está manso, la maniobra es conocida y, desde su experiencia, ciertos equipos —como el chaleco— no se sienten necesarios. ¿Cómo analizaremos esta escena si a cambio de “locales” hubiera turistas y el cielo anticipará tormenta?