Ninguna empresa es eterna, todo sistema conoce la catástrofe
15 de septiembre de 2025
Martín Molano
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Ninguna empresa es eterna, pero los sistemas en los que se mueven y las estructuras de estadísticas y patrones detrás de ellas sí que lo pueden ser; y, cuando pensamos en los riesgos de las actividades al aire libre, esto es lo suficiente como para conocer la catástrofe. Esa es la paradoja que nos recuerda el Triángulo de Heinrich, sobre el que quiero reflexionar en esta oportunidad.
Una compañía puede pasar su vida sin registrar un accidente fatal: cerrar antes, transformarse, sobrevivir en la estadística limpia de los que nunca llegaron a la punta de la pirámide. Pero cuando miramos más allá de la biografía limitada de cada organización, de cada uno de nosotros y pensamos en la industria en su conjunto, como sistema, la historia cambia.
La pirámide de Heinrich —esa proporción de 1:29:300 entre graves, leves y casi-accidentes— no es solo un esquema de seguridad industrial; es una metáfora de cómo los sistemas incuban sus propias catástrofes. Lo primero que se puede advertir, es que lo pequeño, lo casi, lo leve, son semillas de lo trágico. Entendiendo que para que un accidente severo se capitalice, primero se pasó por miles incidentes menores.
Herbert William Heinrich (1886–1962) fue un pionero de la seguridad industrial en Estados Unidos. Trabajó como ingeniero en Travelers Insurance Company, donde se dedicó a analizar miles de reportes de accidentes laborales. No era un filósofo ni un estadístico puro: era un hombre práctico, obsesionado con encontrar patrones en la manera como ocurrían los siniestros en fábricas y entornos industriales de principios del siglo XX.
(Imagen tomada de https://www.aspyprevencion.com/revisando-el-mito-de-la-piramide-de-heinrich/)

De esa observación empírica nació en 1931 su libro Industrial Accident Prevention: A Scientific Approach, donde presentó la ya célebre proporción 1:29:300. Heinrich notó que, por cada accidente grave con consecuencias serias, había decenas de accidentes menores y centenares de incidentes sin lesión. Su intuición fue radical para la época: si reducimos los pequeños incidentes y los cuasi-accidentes, reduciremos también la probabilidad de los grandes. La pirámide no era sólo estadística; era un cambio de mirada sobre la prevención.
Su teoría ha sido cuestionada en su precisión matemática —no siempre se cumple la proporción exacta en todos los sectores—, pero su vigencia radica en algo más profundo: la idea de que la seguridad no se juega únicamente en los grandes accidentes, sino en la atención a los pequeños detalles cotidianos. Heinrich nos enseñó a mirar la base y no solo la punta.
De él aprendimos que los sistemas y a su vez las empresas, hablan a través de sus registros más humildes. Que la prevención no se construye en la espectacularidad de un rescate, sino en la disciplina de registrar un tropiezo, un olvido, un procedimiento incompleto. Y que la gestión del riesgo, más que un blindaje absoluto, es un ejercicio de conciencia colectiva: reconocer que lo pequeño importa porque en su acumulación se gesta lo grande.
Si de lo anterior se desprende la conclusión de que el riesgo nunca es cero, la pregunta no es si ocurrirá un accidente, sino cuándo. En la escala corta de una empresa, puede parecer posible atravesar una vida sin fatalidades. Pero en la escala de un sistema, la certeza se impone: tarde o temprano, la pirámide se cierra en la punta.
Esta paradoja no es exclusiva de la industria del turismo o de la gestión de riesgos; atraviesa cualquier operación donde la probabilidad nunca llega a cero. Un episodio célebre lo dejó en evidencia hace unos años, cuando Avianca celebraba un récord en horas de vuelos sin accidentes. Recuerdo una entrevista a un especialista en seguridad aérea. El periodista le preguntó qué consejo le daría al presidente de la aerolínea para sostener un estándar tan impecable. La respuesta fue tajante: “Que renuncie.” La explicación fue aún más dura: en toda operación de riesgo, lo único seguro es que, en algún momento, ocurrirá un accidente. Y cuanto más largo ha sido el historial limpio, más pesada se vuelve la bolsa de probabilidades acumuladas. El récord no era un blindaje, sino una cuenta regresiva.
Los logros del pasado no eliminan la posibilidad del desastre, solo retrasan su llegada. Cada incidente menor que se acumula, cada error que parece no tener consecuencias va llenando una bolsa invisible. El momento en que esa bolsa se rompe no depende exclusivamente de la voluntad, sino de la aritmética del riesgo. Lo improbable entonces no desaparece, simplemente espera y esa espera no es una abstracción: también se ha dejado ver en los datos que hemos recolectado en Fullsky en los últimos tres años. Acá se muestran que una gran cantidad (75% -2700 en total-) de incidentes han sido menores, el 12% han sido moderados, 2% serios. Aún no hemos tenido registros severos ni críticos (Tabla).
Pero conviene no dejarse engañar por el sesgo del optimismo del que ya he reflexionado en otra oportunidad. La ausencia de fatalidades no significa inmunidad. El riesgo cero no existe y la probabilidad cero tampoco. Una empresa puede recorrer toda su historia sin conocer una tragedia; una industria, en cambio, tarde o temprano la enfrentará.
Hoy las cifras de incidentes por debajo de 3 en severidad invitan a confiar, y esa confianza es legítima. Pero el verdadero aprendizaje está en reconocer que gestionamos siempre en un margen frágil: entre la prevención que reduce la base de la pirámide y la certeza de que, en algún momento, el sistema conocerá la cúspide. El Triángulo de Heinrich nos recuerda que los incidentes menores no son ruido, sino la base sobre la que se sostienen los grandes accidentes. Lo improbable no desaparece; simplemente espera el tiempo suficiente para convertirse en inevitable.
Toda industria, tarde o temprano, tendrá que contar la historia de su catástrofe. La verdadera pregunta es: ¿cómo queremos que nos encuentre ese momento? ¿Con registros que muestren diligencia o con silencios que nos delaten?
Entonces, que hayamos logrado aplazar el desastre, quizás por buenas prácticas, quizás por suerte, sólo es un triunfo temporal. No significa que el riesgo haya desaparecido, sino que ha quedado aplazado para otra parte del sistema. Como empresa podríamos llegar a decir “a mí nunca me pasó”, pero como industrial eso no será posible. Toda industria tendrá que contar alguna vez, y seguramente, más de una vez, que a ella sí le pasó. Y en ese momento: ¿cómo nos definiremos como industria? ¿Qué lugar ocuparemos? ¿Señalamos, nos solidarizamos, culpamos, defendemos?
El empresario mide en años, el sistema mide en décadas. El individuo cree en récords limpios, el colectivo sabe que la pirámide siempre se cierra en algún lugar. Y es allí, en esa tensión entre lo finito y lo infinito, donde se juega la responsabilidad de gestionar el riesgo: no como garantía de eternidad, sino como un acto de consciencia en el tiempo que nos ha tocado habitar.
