
Existe un doble rol —gestionar lo visible y lo invisible— que diferencia la administración del liderazgo. Administrar implica proveer el qué: protocolos, listas de chequeo, roles definidos. Liderar, en cambio, significa dar sentido, sostener el por qué que mantiene unido al grupo, incluso cuando el miedo amenaza con fragmentarlo. En campo, el liderazgo es ese catalizador que convierte la suma de individuos en un colectivo capaz de enfrentar la adversidad.
Imaginemos una expedición en kayak por el río Güejar, donde la cordillera de los Andes se abre hacia la Orinoquía colombiana. El equipo ha hecho prácticas de rescate en aguas tranquilas, se han revisado las embarcaciones y se ha hablado sobre el uso del casco. Sin embargo, en un rápido clase IV, uno de los kayaks se voltea y un participante queda atrapado. La líder debe decidir en segundos si interviene directamente, si activa a los rescatistas designados o si continúa con el grupo río abajo para asegurar la logística de evacuación. En ese momento, el grupo no espera perfección, sino dirección: alguien que dé claridad, que sostenga la calma y que atienda tanto la maniobra técnica como la cohesión emocional de quienes observan con miedo.
Las cualidades esenciales del líder en campo
Un líder en gestión de riesgos al aire libre no puede depender solo de su experiencia técnica. Se requiere independencia para tomar decisiones difíciles, pero también la humildad de delegar cuando otro tiene más pericia. Se necesita visión generalista, sin perder la capacidad de observar el detalle que puede salvar una vida: una cuerda mal anudada, un participante que comienza a mostrar síntomas de hipotermia. Se requiere confianza en sí mismo para sostener al grupo, pero acompañada de un estilo de comunicación que evite ambigüedades, que formule preguntas abiertas, que escuche los intereses y temores de los demás, y que equilibre lo racional y lo emocional.
Daniel Goleman (1995) acuñó el concepto de inteligencia emocional para describir esa suma de autoconciencia, autorregulación, empatía y habilidades sociales que, en contextos de crisis, se vuelve tan o más importante que el conocimiento técnico. En un campamento de adolescentes, por ejemplo, puede ser tan decisivo saber armar un botiquín como saber detectar el silencio de un joven que, tras un accidente menor, empieza a aislarse por miedo a ser juzgado. El liderazgo efectivo no ignora esos detalles: los integra en la gestión del riesgo.
Estilos de liderazgo en la naturaleza
No existe un único estilo de liderazgo válido para todas las situaciones. Kurt Lewin, en su célebre tipología de los años treinta, ya señalaba tres estilos básicos que siguen vigentes. El liderazgo autocrático o dictatorial es necesario cuando el tiempo apremia y los seguidores tienen poca experiencia. Evacuar un grupo de niños en medio de una tormenta eléctrica exige una orden clara: “¡Todos al refugio ahora mismo!” El liderazgo democrático, en cambio, se adapta a escenarios sin urgencia, donde los errores no son críticos y la participación fortalece el compromiso. Decidir en conjunto la ruta de una caminata de tres días puede generar agencia y motivación. Finalmente, el laissez faire (“déjalo ser”) o estilo delegativo puede florecer en equipos expertos y motivados, como un grupo de guías certificados que exploran nuevas rutas de escalada. Allí, la libertad aumenta la innovación, aunque el riesgo es la difuminación de la responsabilidad.
El reto para los líderes en turismo de naturaleza o de educación al aire libre es la flexibilidad. Saber leer el contexto, percibir el nivel de experiencia del grupo y ajustar el estilo de liderazgo es un arte que se aprende tanto en el terreno como en la reflexión posterior.

Toma de decisiones en contextos inciertos
Dave Snowden (2007) propuso el marco Cynefin, que distingue entre contextos simples, complicados, complejos y caóticos. Su utilidad para la gestión de riesgos es evidente. En un contexto simple, donde la relación causa-efecto es obvia y las mejores prácticas son conocidas y aplicables, como durante la rotura de un mosquetón, basta con aplicar un protocolo conocido. En un contexto complicado, en el cual hay una relación causa-efecto clara pero no es del todo evidente, como un síntoma médico extraño en medio de un viaje, es necesario consultar expertos y analizar datos antes de actuar. En un problema complejo, que se caracteriza por una relación causa-efecto que sólo se comprende en retrospectiva y la incertidumbre es alta, como un brote de gastroenteritis que se expande en un campamento, la causa y la solución no son evidentes: hay que experimentar, ajustar, aprender. En un contexto caótico, cuando no se pueden establecer relaciones causa-efecto y no hay patrones claros, se genera una situación de turbulencia y urgencia, como un incendio forestal que obliga a evacuar por rutas improvisadas, la acción inmediata precede al análisis; la prioridad es estabilizar antes de comprender.
En los escenarios más exigentes, modelos como RAPID de Bain & Company ayudan a distribuir roles y evitar la parálisis: quién recomienda, quién aprueba, quién ejecuta, quién informa y quién decide. No se trata de burocratizar la reacción, sino de ordenar el flujo de decisiones cuando la presión amenaza con desbordar. RAPID es un acrónimo que representa cinco funciones distintas: Recommend (Recomendar), Agree (Aprobar), Perform (Ejecutar), Input (Aportar información) y Decide (Decidir). Aunque en la práctica el orden de las letras no refleja una secuencia cronológica, sí organiza el sistema de decisión.
Imaginemos una expedición de rafting en el río Samaná, en la cordillera central de los Andes, con un grupo de estudiantes de secundaria. De repente, las condiciones climáticas cambian y el nivel del río sube rápidamente. Aquí es donde RAPID ayuda a ordenar la reacción:
Recommend: el guía de rafting más experimentado recomienda detener la actividad y mover al grupo a un punto seguro en la ribera. Esta persona no decide, pero sí formula la acción inicial basándose en la lectura técnica del río.
Agree: el coordinador del programa (quizá un docente líder) tiene la potestad de aprobar la recomendación, pues debe balancear no solo la seguridad sino también el impacto académico y logístico de la decisión.
Input: otros actores aportan información relevante: el encargado de logística informa sobre las rutas de evacuación; el médico del grupo advierte que hay dos participantes con síntomas de hipotermia leve. Estos insumos enriquecen la decisión, pero no definen por sí solos la acción.
Decide: el director del programa o jefe de campo es quien toma la decisión final, asumiendo la responsabilidad de activar o no la evacuación. En RAPID, esta letra es la más crítica: señala con claridad quién carga con el peso de la decisión.
Perform: finalmente, el staff ejecuta las tareas: algunos preparan el transporte, otros acompañan a los estudiantes al punto de reunión seguro, y otros aseguran los equipos en tierra firme.
Señales costosas y credibilidad
En el contexto de la gestión del riesgo, la credibilidad del líder y la confianza que el grupo tenga en él o ella es un factor crucial. Thomas Schelling (1960), aunque trabajó principalmente en la Guerra Fría y conflictos internacionales, aportó ideas que se aplican también a nuestro caso. Estos son puntos principales a rescatar:
Credibilidad como recurso estratégico: En un viaje de aventura, no basta con tener protocolos escritos: lo que sostiene la seguridad es que el equipo crea que el líder los aplicará sin titubeos. Si los participantes perciben que una amenaza (como cancelar una escalada por mal clima) no es real, la autoridad se erosiona. La credibilidad del líder es el recurso que permite que los demás confíen en sus evaluaciones de riesgo.
Compromiso y autoconstricción: El líder puede reforzar su autoridad limitando su libertad de acción. Esto ocurre cuando establece reglas claras e innegociables antes de salir al campo (ej. “si hay tormenta eléctrica, no salimos del campamento”) y se compromete a cumplirlas aunque implique frustrar expectativas. Este auto-compromiso da confianza porque elimina la arbitrariedad.
Señales costosas: La credibilidad se demuestra con actos visibles que tienen un costo. En la práctica, esto puede ser cargar equipo de emergencia aunque incremente peso, realizar entrenamientos adicionales aunque consuman tiempo, o invertir en auditorías externas de seguridad. También lo es visibilizar de manera transparente la serie histórica de incidentes de una organización, aceptando correcciones. Estas acciones hacen más creíbles las políticas de riesgo porque muestran que se asume un esfuerzo real para sostenerlas.
La paradoja del poder: A veces, la fuerza de un líder radica en no tener alternativa. Por ejemplo, si la organización ha definido umbrales de riesgo no negociables (niveles de agua, ratios de staff, límites de altitud), el líder en terreno no puede ceder aunque quiera. Esa falta de margen refuerza la credibilidad, pues los demás saben que no habrá concesiones improvisadas.
Más allá del poder técnico: En campo, el conocimiento técnico es necesario pero no suficiente. Lo que mantiene a un grupo seguro es la coherencia del líder en cumplir sus advertencias y compromisos, desde lo pequeño (exigir casco siempre) hasta lo grande (suspender una expedición). La credibilidad sostenida se convierte en el marco invisible que permite gestionar riesgos de manera colectiva y con confianza.
La pregunta final
Al final, todo líder debería hacerse una pregunta sencilla, pero poderosa: ¿qué tendría que ser cierto para que mi grupo confiara en mí en el momento de la tormenta? Algunos dirán que la experiencia técnica es lo que más pesa; otros, la empatía; otros, la serenidad emocional. La respuesta, probablemente, está en la combinación de todas. Liderar en entornos silvestres no significa controlar cada variable, sino abrir un espacio donde el riesgo se gestione con profesionalismo, aprendizaje y humanidad.
Como recordaba Vaclav Havel, “la esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte”. Liderar en la gestión de riesgos es precisamente eso: darle sentido a la incertidumbre, sostener al grupo en la vulnerabilidad y convertir la aventura en una escuela de resiliencia.
En el ámbito del turismo de aventura y la educación al aire libre, el liderazgo no es un lujo, es una necesidad estructural. Numerosos estudios han demostrado que la mayoría de los incidentes que ocurren en entornos naturales no se deben a fallas en el equipo o a condiciones externas imprevistas, sino a factores humanos. Michael Gass y Simon Priest (2017) lo documentan con claridad en Effective Leadership in Adventure Programming: entre el 60% y el 80% de los incidentes están relacionados con decisiones, estilos de comunicación o dinámicas de grupo. Dicho de otra manera: el mosquetón, la tienda o el chaleco pueden estar en perfectas condiciones, pero si el liderazgo falla, el sistema entero se vuelve vulnerable.