
Entre el instinto y el sistema: la búsqueda de una partitura común
Durante las dos últimas semanas hemos intentado mirar de frente una pregunta que atraviesa no solo al turismo de naturaleza, sino a la vida latinoamericana en su conjunto: ¿qué significa gestionar riesgos en un continente que normalizó la improvisación? Primero exploramos su origen cultural, esa mezcla de creatividad, informalidad y ausencia de estructura que convirtió la improvisación en hábito. Luego miramos sus consecuencias: lo que se pierde cuando el instinto ocupa el lugar del sistema. Hoy, en esta tercera semana, la reflexión sigue su curso natural. No buscamos respuestas definitivas, apenas una forma distinta de situarnos frente a la misma tensión: si la improvisación tiene límites, ¿qué puede ofrecer un sistema que no pretenda anularla, sino darle un lugar más justo?
Tal vez la respuesta empieza por reconocer algo elemental, hay un momento en el que cualquier operación madura descubre algo incómodo: la realidad siempre nos supera. No importa cuánta experiencia tengamos ni cuántas veces hayamos recorrido un territorio; el terreno, el clima, los grupos, el azar… siempre van un paso adelante. Y quizás por eso los sistemas no existen para controlar la realidad, sino para darle un cauce. Para ofrecer una estructura mínima desde la cual improvisar con sentido.
Si uno lo piensa así, los sistemas empiezan a parecerse menos a un conjunto rígido de instrucciones y más a un soporte. No un techo que oprime, sino un piso que sostiene. Un lugar común desde el cual varias personas pueden actuar sin depender únicamente de su memoria o de la precisión de su instinto. Porque, en última instancia, la pregunta no es cómo eliminar la incertidumbre, sino cómo movernos dentro de ella sin quedar cada uno tocando su propia música.
Para mí, en este momento, la imagen que más se acerca a lo que un sistema permite no es la del manual, sino la de una partitura de música. Una partitura no anticipa todo; tampoco elimina la interpretación. Deja espacio para el matiz, para la sensibilidad del momento, para las variaciones que pide el terreno. Pero ofrece un marco que ordena lo que, de otra manera, sería un conjunto de gestos aislados. Es un ritmo compartido. Un lenguaje que permite que varios puedan improvisar, sí, pero improvisar juntos en el momento acordado, bajo los parámetros establecidos. Que la operación no dependa exclusivamente del talento individual, sino de un acuerdo previo que hace posible algo más grande que la suma de sus partes.
Ahora, así como una partitura permite que varios músicos interpreten juntos una misma pieza musical, también deja ver el momento exacto en el que la improvisación toca su límite. No porque improvisar esté mal, sino porque hay situaciones donde no encaja. En terreno, la improvisación puede resolver un desvío puntual, una variación del clima, un ritmo inesperado del grupo. Puede, incluso, salvar. Pero cuando todo depende de ella, aparece una tensión que ya conocemos demasiado bien: cada decisión se sostiene únicamente sobre la memoria, la experiencia y el juicio del individuo que la toma. ¿Hasta dónde puede cargar una sola persona con la complejidad de un territorio? ¿Y qué ocurre cuando esa experiencia no puede ser compartida ni enseñada?
La realidad vuelve entonces a recordarnos su complejidad. Algunas decisiones no pueden depender solo de quien esté más cerca del problema; necesitan un marco que permita que cualquier persona del equipo actúe desde un criterio compartido. No porque desconfíemos del guía, sino porque entendemos la fragilidad de pedirle a una sola persona que sostenga una operación entera en territorios donde cada minuto puede adquirir otro significado. ¿Quién respalda al guía cuando el clima cambia más rápido que sus certezas? ¿Y qué sostiene al equipo cuando la intuición ya no alcanza?
Por eso la pregunta ya no es si improvisar es bueno o malo —esa dicotomía no alcanza— sino cuándo la improvisación debe dar un paso al costado para dejar entrar al sistema. No un sistema rígido, ni omnipotente, ni infalible; apenas una estructura, aunque sea mínima, que permita que la operación no dependa exclusivamente del talento individual. ¿Qué necesita la creatividad para confiar en un sistema?
A veces un sistema actúa como esas líneas tenues que permiten leer un mapa: no llevan al destino, pero ayudan a no perderse. Recordarle al equipo que hay criterios previos, límites razonables, puntos de control, formas de interpretar señales que no dependen del estado de ánimo ni del cansancio del día. En ese sentido, un sistema no busca controlarlo todo; busca coordinar lo que importa. ¿Cómo se distribuye el liderazgo en una situación compleja? ¿Quién decide cuando hay que frenar y quién sostiene el ritmo cuando el grupo se dispersa? ¿Dónde termina la autonomía del guía y dónde empieza la responsabilidad del equipo? ¿Qué criterios compartidos permiten que decisiones distintas sigan perteneciendo a una misma operación?
Un sistema bien diseñado no es una armadura, sino una conversación previa. Una conversación que ocurre antes del viaje, antes de la tormenta, antes del incidente. Una conversación que permite que, cuando llegue el momento crítico, nadie tenga que inventarlo todo desde cero y, ahora que lo escribo, me doy cuenta que tal vez sea esa la función más profunda de un sistema: convertir la experiencia individual en algo que pueda volverse colectivo. Hacer que lo que un guía descubrió un día en un cañón remoto no se pierda al regreso, sino que encuentre un lugar en la práctica de otros. Que el conocimiento no quede atrapado en quien lo vivió, sino que encuentre un cauce para sobrevivir.
Igual sabemos, todos los que hemos estado en campo, que ninguna estructura, por sólida que sea, puede anticipar todo lo que el terreno tiene para decir. Ningún protocolo abarca todos los matices que aparecen cuando un grupo se mueve, se transforma, se asusta o se dispersa. Por eso el desafío no está en sustituir la improvisación por el sistema, como si fueran opuestos irreconciliables. El desafío está en encontrar una relación más justa entre ambos: un sistema que no ahogue la espontaneidad y una improvisación que no cargue sola con responsabilidades que la exceden. No dejo de cuestionarme: ¿Cómo se construye algo así en un continente como el nuestro?, ¿De qué materiales culturales se arma un sistema que pueda convivir con nuestra manera de ser? ¿Qué tendría que cambiar —en la formación, en las operaciones, en la propia industria— para que dejemos de interpretar a solas y empecemos a tocar con otros?
Ni yo ni los que integramos Fullsky tenemos respuestas cerradas. Apenas proponemos puntos, alternativas, reflexiones desde las cuales seguir mirando eso que nos apasiona: viajar, descubrir, explorar.
Y quizá esa idea que asoma —la de una partitura común que haga posible compartir lo que hoy solo vive en manos de unos pocos— sea el punto donde la reflexión continúe la próxima semana. Si una industria que improvisa ya reconoce sus bordes y una que planea abre una salida, ¿cómo sería imaginar un continente capaz de hacerlas dialogar sin que una borre a la otra?
Bonus track — Para seguir pensando desde la práctica



