
¿Qué hace que un sistema funcione cuando deja de ser un manual?
En las semanas pasadas vimos la improvisación desde dos ángulos distintos. Primero como rasgo cultural, profundamente arraigado en nuestra historia latinoamericana, nacido más de la necesidad que de la negligencia. Luego como hábito que, al volverse norma, empieza a cobrar costos silenciosos: aprendizaje que no se acumula, buenas prácticas que no se pueden demostrar, industrias que no logran pensarse como tales. En el tercer movimiento, (Entre el instinto y el sistema: la búsqueda de una partitura común) abrimos una posibilidad distinta: la del sistema, no como jaula ni como receta, sino como partitura común. Un soporte mínimo para poder improvisar juntos como industria.
Pero apenas aparece la palabra sistema, -en oposición a improvisación- surge también su caricatura. Manuales gruesos que nadie consulta en terreno. Protocolos escritos para cumplir, no para usar. PDFs que existen para tranquilizar auditorías, pero que no dialogan con la realidad cambiante del clima, del grupo, del azar. Tal vez por eso vale la pena detenernos aquí, antes de avanzar a otros conceptos trascendentales de la gestión de riesgos, y preguntarse: ¿qué es lo que realmente hace que un sistema funcione? Esta pregunta guiará la reflexión que sigue.
Un sistema vivo no se reconoce por la cantidad de documentos que produce, sino por la forma en que ordena la experiencia. Un sistema no reemplaza al guía ni desconfía de su criterio; más bien lo respalda. Le quita peso a la soledad de decidir todo desde cero. En lugar de pedirle que lo recuerde todo, le ofrece referencias compartidas. En lugar de exigirle que sea el héroe del viaje, el que tiene todas las respuestas y toma todas las decisiones, le propone acuerdos previos. Me gusta ver el sistema como un mapa que ayuda a no perderse cuando el sendero se vuelve confuso.
Visto como mapa, el sistema entonces no es una estructura que restringe las decisiones a cero, que controle cada movimiento. De hecho, para nosotros en Fullsky, el sistema tiene su origen en aceptar que la realidad siempre nos supera. El clima cambia, los grupos reaccionan de formas imprevisibles, el terreno guarda sorpresas que ningún análisis anticipa del todo. La función del sistema no es eliminar esa incertidumbre, sino acotarla. Dibujar bordes razonables. Reducir la variabilidad peligrosa sin borrar la humanidad del encuentro. La pregunta obligada es entonces: ¿Dónde están esos bordes? ¿Cómo se construyen sin asfixiar la capacidad de leer el momento?
Dentro de la idea del sistema, propongo entenderlo además como lenguaje común. No como un conjunto de órdenes impuestas desde lo alto de la dirección, sino como una gramática compartida, diseñada y acordada para interpretar señales entre el equipo. Cuando un equipo comparte lenguaje, las decisiones no necesitan explicarse desde cero cada vez. Hay palabras, criterios, gestos que ya significan algo para todos. Cuando los criterios son compartidos, las decisiones distintas pueden seguir perteneciendo a la misma operación.
Otra dimensión central de un sistema de gestión de riesgos es la memoria, el registro, como una forma de recordar. Evitar que la experiencia quede atrapada en quien la vivió. Permitir que lo que un guía aprendió en un cañón remoto no se pierda al regresar, sino que encuentre un cauce para llegar a otros. Cuando no hay sistema, el aprendizaje muere con la jornada. Cuando lo hay, la experiencia se transforma en algo transmisible.
Se puede decir también que un buen sistema tampoco borra el instinto de las personas, las horas de carpas, los senderos caminados. La intuición del guía sigue siendo valiosa, pero deja de ser un misterio intransferible. Se convierte en criterio que puede discutirse, ajustarse, heredarse. El sistema no apaga la creatividad; para mí, se puede decir que la enmarca.
Visto así, un sistema no es un objeto, sino una relación. No es algo que se “tiene” o se “cumple”, sino algo que se habita. Una relación entre personas, criterios, experiencias y límites compartidos. Un acuerdo vivo que se renueva cada vez que una decisión deja de ser puramente individual y pasa a formar parte de algo más amplio. Tal vez por eso los sistemas que funcionan no se sienten como una carga, sino como un respaldo. Permiten que la intuición del guía siga teniendo lugar, pero ya no como único sostén, sino como parte de un entramado que la contiene y la hace transmisible.
La ausencia de sistema nos deja expuestos. Con la presión de decidir rápido sin referencias, de asumir consecuencias que no fueron acordadas, de cargar con errores que no pudieron discutirse antes. Cuando algo sale bien, se celebra el talento. Cuando algo sale mal, la responsabilidad también cae en soledad. Y es ahí donde la improvisación comienza a mostrar su límite más delicado. No porque falle siempre, sino porque distribuye mal el peso del riesgo. Lo que debería ser una decisión compartida se vuelve una apuesta individual. Lo que podría sostenerse en criterios comunes, se apoya en el carácter de una persona.
Esto no produce necesariamente fallas ni errores inmediatos. La operación continúa, el grupo avanza, el día termina. Pero algo se modifica en silencio: la manera en que se carga, se reparte y se vive el riesgo. Entonces la pregunta aparece: ¿debe ser un individuo el responsable de toda una operación? ¿O debería serlo el sistema?



