Cinco principios de liderazgo, inspirados en filósofos
22 de septiembre de 2025
Martín Molano
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Una reflexión para equipos que viajan y gestionan riesgos juntos
La promesa no es un mundo sin riesgo, sino una comunidad capaz de habitarlo con gestión; por eso esta reflexión combina sentido y oficio, configurando al final un rito breve y replicable que cualquier equipo puede practicar: ver, decir, decidir, leer y aprender. En escena todo fluye como una conversación alrededor del fuego, los cinco viejos recuerdan con claridad aquel momento como uno de los más simbólicos en su trayectoria de grandes hazañas. Coinciden en que todo empezó cuando la tarde se inclinaba sobre el valle y el río, que a mediodía era un vidrio manso, con las horas empezó a hablar en voz más gruesa. Nadie decía nada pero todos sentían en sus pantorrillas como el agua empujaba distinto.
El primero en notarlo alzó la mano y el murmullo se plegó. Dos minutos sin palabras. El cauce subió un dedo, la turbidez oscureció la espuma y una brisa anunció que la montaña exhalaba frío. Hay días en que el liderazgo empieza así, abriendo el claro, desarmando el apuro. Parece simple, pero ese gesto marca el principio de una buena gestión.
Cuando el silencio ya había hecho su trabajo, otro viejo acomodó la mochila como quien endereza una idea y dijo: «a veces avanzar es una forma de ceguera; y a veces volver es una forma de ver». Las promesas no van con él, no siempre se llega a la cima. La voz se pausa por un tiempo y luego continúa. «Pongámonos de acuerdo, vamos a nombrar algunas opciones así como se barajan caminos en una sabana llanera: primero, podemos cruzar ahora y ganar tiempo a cambio de mayor exposición. O podemos esperar media hora y perder luz pero sostener la calma. Una última opción es retroceder un kilómetro y salvar pies y pulso, con el costo de la fatiga. Ninguna es mejor que la otra, simplemente son».
Esta sentencia dio paso al tercero de los viejos -amigo de los signos- que rápidamente recogió del suelo una rama y con la punta dibujó un rectángulo, dos triángulos y una línea de agua. Ninguna representación magnífica, apenas un mapa mínimo. Se tomó su tiempo y continuó: «amarillo para “evaluamos”, rojo para “pausa”; palabras que todos podemos pronunciar sin confusión. No hay magia acá, hay gramática. Las cosas, cuando tienen nombres que todos comparten, pesan menos y se entienden más. El río no sabe de nuestra semántica, pero nosotros sí: si la palabra “PAUSA” corta el aire, no se discute; nos detenemos. La comprensión, en días así, es una cuerda invisible que también sujeta».
El cuarto viejo, que colecciona indicios como otros sellos, se agachó y tomó un puñado de agua; lo olió. Un filo de ozono le trajo noticias de la nube que aún no se veía. Miró una roca marcada en el margen y notó que el moho que a la mañana asomaba tímido, ahora no estaba. Hay señales que no gritan, apenas empujan un milímetro la aguja de lo posible. Él trabaja con esa música baja: señal que sugiere hipótesis, hipótesis que convoca acción, acción que deja una marca compartida para que el siguiente reconozca el paso. No es adivinación: es el arte paciente de leer temprano.
Falta la quinta voz, la que sabe que elegir no clausura el riesgo, sólo lo desplaza. Dibujó dos columnas en el aire como quien separa moscos. «Si cruzamos, abrimos la puerta del arrastre; si esperamos, forzamos a negociar con el crepúsculo; si regresamos, invitamos al cansancio. La contabilidad es doble o no sirve: ¿qué riesgo dejo entrar al actuar?, ¿cuál al no hacerlo? Y, sobre todo, ¿cuándo voy a volver a mirar para cambiar de idea sin que el orgullo mande más que el éxito de la cumbre?»
No hay debates largos porque el río no se queda quieto para escucharlos. El acuerdo se escribe en la cara de todos: esperar. Se alza la bandera amarilla, el grupo se sienta de espaldas al viento, se reparten capas, se frota calor en las manos. El liderazgo, por dentro, se parece menos a un clarín que a un oficio de fogonero: sostener brasas, aire justo, madera medida. Cada cierto tiempo alguien mira la piedra testigo, y la cinta de medir cuenta su relato en milímetros. Si la línea sube dos marcas más, no habrá épica: habrá ruta de regreso. Nadie lo vive como derrota porque el pacto se dijo limpio: volver también es una forma de proteger la posibilidad.
La media hora cae como una moneda en el bolsillo, y el agua, caprichosa, en vez de tregua ofrece un bramido breve. La decisión está tomada, el acuerdo es dar vuelta atrás, no hay héroes en fila ni fracaso; hay oficio compartido. Mientras caminan de regreso, el viejo del silencio recoge una pregunta que no hace ruido: ¿qué nos dijo hoy el río que ayer no supimos oír? De la fila alguien contesta con otra: ¿qué nos costó esta decisión y qué nos ahorró? La conversación que cierra el día ya empezó, aunque nadie la esté todavía formalizando.
La noche trae su propio río de aire y las voces, ahora sí, se sientan alrededor del fuego. No hay cátedra, hay historias. Si alguien preguntara en ese momento cómo debe un líder sostener a la comunidad en ese borde donde la seguridad y la posibilidad se miden el pulso, no encontraría una receta, encontraría principios. Abrir el claro para que lo real aparezca sin maquillaje; hacerse cargo de nombrar el precio de cada rumbo; tejer un idioma compartido que no precise diccionario; afinar oído y mirada para lo que apenas cambia milimétricamente; tejer todo en un sistema que admite rectificaciones sin drama.
Al lector que llega hasta aquí quizá le haya pasado: hay decisiones que suenan a trueno y otras que apenas crujen. Las primeras enseñan rápido; las segundas, hondo. Si alguna vez te toca sostener el umbral, recuerda esta escena: el agua subiendo un dedo, la voz que no grita, la mano que dibuja una señal en la tierra, la nariz que huele antes que el ojo vea, el gesto que pone fecha a la próxima mirada. Con eso basta para empezar. Lo demás se aprende andando, volviendo, y volviendo a empezar. Y tal vez esa sea la única promesa honesta que pueda dejarse escrita junto al fuego antes de cada expedición: no haremos del mundo un lugar sin riesgo; haremos de nosotros una comunidad capaz de habitarlo.
Filósofos: Heidegger, Sartre, Eco, Peirce y Luhmann
El Guardabosques — Abrir el claro (inspirado en Heidegger). De joven confundió controlar con cuidar. Una tormenta lo encontró en la arista y quiso resolver con órdenes. Tuvo que apagar linternas, mandar callar y escuchar el viento. Aprendió que cuidar es abrir visibilidad.
El Caminante — Decidir con angustia honesta (inspirado en Sartre). Su primera gran decisión fue volver a media jornada. Lloró en silencio; creyó haber fallado. Con el tiempo entendió que regresar también es una forma de alcanzar.
El Bibliotecario — Ordenar signos, derribar mitos (inspirado en Umberto Eco). Un mal briefing casi le cuesta la vida. Palabras épicas, pictogramas confusos, promesas de ‘seguridad total’. Aprendió que la gente no entra al peligro ‘en bruto’; entra a relatos y señales. Él líder también es editor. Si los signos mienten, el riesgo crece.
El Topógrafo — Leer lo pequeño a tiempo (inspirado en Peirce). Un día olió ozono antes de ver la tormenta. Desde entonces practicó tres lentes: íconos (lo que se parece), índices (lo que apunta causalmente: cuerda pelada, turbidez creciente), y símbolos (acuerdos: bandera roja). La gestión de riesgos es interpretación: señal → hipótesis → acción → símbolo compartido. Llamó a eso abducción operativa. Si entrenas la mirada, actúas temprano.
El Cartógrafo — Doble contabilidad y ciclos (inspirado en Luhmann). Aprendió a separar peligro (viene de fuera) y riesgo (nace de la decisión). Cada protección que eliges abre vulnerabilidad en otro lado. Por eso lleva doble contabilidad: riesgo por actuar / riesgo por no actuar. Y decide en ciclos: anuncio criterio → ejecuto → observo → ajusto. Sin bucles, el sistema se vuelve dogma; con bucles, aprende.”