Cuatro espejos que distorsionan la realidad: sesgos cognitivos en la gestión de riesgos
Cuatro espejos que distorsionan la realidad: sesgos cognitivos en la gestión de riesgos
Agosto 25 del 2025
Agosto 25 del 2025
Por: Martín Molano
Por: Martín Molano


Hoy en día el riesgo es un tema que atrapa varias de las horas de mi trabajo y reflexión, un tema que me apasiona desde hace ya más de una década y que ha permeado mi vida con profundidad. Hace pocos días me topé con un concepto nuevo que me sorprendió, no solo por lo lindo, sino también por su relevancia para la gestión de riesgos en turismo, viajes y actividades al aire libre, el sesgo de optimismo. Confieso que no lo conocía y lo primero que sentí al leer un estudio sobre el mismo, fue vergüenza ¿cómo no conozco este tema si es tan relevante para la gestión de riesgos? Con el tiempo me perdoné y como parte de ese ejercicio decidí escribir sobre él y sus primos hermanos que sí conozco: sesgo de confirmación, normalización de la desviación, ilusión de control. Todos ellos son esos grandes componentes ocultos, invisibles, intangibles con los que diariamente nos encontramos al gestionar el riesgo al aire libre. Para hacerles frente, la humanidad, los estudiosos, se ha inventado estándares, protocolos, procesos, disciplina operativa…
Pensamos que en la montaña, en el mar, en el desierto está el riesgo. Ahí fuera, en lo visible, en lo observable. Pero también habita en nosotros. La mente, que nos permite decidir con velocidad, a veces nos tiende trampas, atajos que deforman la percepción y encogen la realidad para que se parezca a nuestros deseos. No se trata de ser “buenos” o “malos” decidiendo; se trata de reconocer límites humanos y crear marcos que compensen la distorsión natural de nuestros juicios. Lo que sigue es una invitación a pensar —sin prisa y sin juicio— en cuatro sesgos que acompañan muchas decisiones en terreno.
El sesgo del optimismo -cuando el deseo nubla la razón- nos hace sobreestimar la probabilidad de resultados positivos. El optimismo no es enemigo; nos da impulso y propósito. El sesgo aparece cuando esa energía sustituye al análisis y sobrestimamos lo favorable, subestimamos lo adverso y decimos: “a mí no me va a pasar”. Puede sonar inocuo pero es peligroso cuando sustituye al análisis riguroso. En contextos de riesgo, conduce a afirmaciones como “esto nunca pasa” o “a mí no me va a suceder”. A la luz de la operación podría verse en tres momentos diferentes: antes de la expedición cuando subestimamos los riesgos al planear (“no necesitaremos equipo extra, la ruta es fácil”). Durante, cuando ignoramos señales de advertencia (“el cielo está cambiando, pero no va a llover”). O después, cuando reinterpretamos la experiencia (“salió bien, no hay nada que aprender”).
Por otro lado, está el sesgo de confirmación —ver solo lo que queremos ver—. Es un sesgo que nos lleva a favorecer información que refuerza nuestras creencias y a descartar la que nos contradice. Buscamos, recordamos y damos más peso a la información que confirma lo que ya creíamos. Por esa razón muchas veces estamos sesgados al interpretar datos o a la manera en la que registramos algún evento con incidentes. Este sesgo puede parecer el más inofensivo pero es el “sesgo de los sesgos”, uno de los más difíciles de contrarrestar. Una buena práctica es separar análisis y evaluación. Primero describir qué podría pasar, por qué, cómo y cuándo, y después estimar probabilidad y severidad (matriz de tolerancia al riesgo). Ese pequeño orden obliga a distinguir hechos de juicios y reduce la tentación de saltar a la conclusión que más nos gusta.
El tercero de los sesgos que quiero compartir por ahora, es la normalización de la desviación —cuando la excepción se vuelve regla—. Este es un sesgo un poco más famoso en la gestión de riesgos que los otros dos, pero igual ha sido ignorado en gran parte de la operación turística. Muchos desajustes en la operación no se instalan de golpe sino que poco a poco se sedimentan. Una práctica insegura —cómo omitir una verificación— no trae de inmediato una catástrofe, pero repetida y repetida y repetida, se vuelve “lo normal”. Se manifiesta en frases suaves: “así lo hemos estado haciendo hace un tiempo”, “nunca me ha pasado nada”.
Dentro de un sistema de gestión de riesgos, los estándares y protocolos son las herramientas conceptuales más precisas para evitar esa deriva. Cada estándar incluye una descripción detallada de la actividad y una lista de peligros predominantes; establece buenas prácticas y medidas mínimas para reducir el riesgo a un nivel aceptable. Por ejemplo, un protocolo para selección de proveedores exige análisis de riesgos asociados a la tercerización, visitas técnicas a instalaciones, verificación de requisitos legales y técnicos, y recolección de evidencias de cumplimiento. Estas rutinas evitan que la complacencia convierta pequeñas desviaciones en parte de la “normalidad”.
La ilusión de control es el último de los sesgos de esta reflexión. Se trata de la tendencia a sobreestimar nuestra capacidad de influir en eventos que no dependen de nosotros. Algunos experimentos han mostrado que las personas creen tener control sobre resultados puramente aleatorios, y que esta ilusión puede llevar a ignorar retroalimentación y a asumir más nivel de riesgo. En expediciones, se traduce en declaraciones como “conozco este cañón de memoria” o “podemos controlar el caudal del río ajustando el ritmo del grupo”. Ese exceso de confianza puede hacer que se ignoren datos meteorológicos o se minimicen señales de fatiga.
Estos cuatro sesgos no son defectos de carácter ni fallas morales; son rasgos humanos. La literatura sobre sesgos, desde Richard Feynman (“no te engañes a ti mismo, porque eres la persona más fácil de engañar”) hasta Diane Vaughan (en su trabajo sobre la normalización de la desviación) y los manuales de psicología cognitiva, coinciden en que nuestra mente está diseñada para filtrar, simplificar y protegernos. La gestión de riesgos al aire libre es un espejo de esa condición humana. No se trata de ser infalibles, sino de reconocer la fragilidad de nuestra percepción y construir estructuras que nos permitan “ver” con mayor claridad. Contar con un sistema de gestión de riesgos y un plan de gestión de riesgos ofrece un marco de hábitos. Tener y cumplir protocolos o buenas prácticas, hacer checklists o aplicar alguna de las múltiples formas de disciplina operativa es la forma de anteponer a nuestra naturaleza una “barrera” de gestión.
En última instancia, el mensaje de esta reflexión tiene dos caras. Por un lado, es una invitación a cultivar la humildad, recordando que nuestra perspectiva siempre es parcial y que el mundo es más complejo de lo que creemos. Por otro, a organizar nuestra práctica con herramientas que se conviertan en barreras entre nuestros sesgos y la realidad y que convierta la reflexión en acción. Este ese acto de atención y humildad — esa pausa que permite ver más allá de nuestros espejos distorsionados— es donde se aloja, quizsas, la forma más profunda de gestionar el riesgo.
Hoy en día el riesgo es un tema que atrapa varias de las horas de mi trabajo y reflexión, un tema que me apasiona desde hace ya más de una década y que ha permeado mi vida con profundidad. Hace pocos días me topé con un concepto nuevo que me sorprendió, no solo por lo lindo, sino también por su relevancia para la gestión de riesgos en turismo, viajes y actividades al aire libre, el sesgo de optimismo. Confieso que no lo conocía y lo primero que sentí al leer un estudio sobre el mismo, fue vergüenza ¿cómo no conozco este tema si es tan relevante para la gestión de riesgos? Con el tiempo me perdoné y como parte de ese ejercicio decidí escribir sobre él y sus primos hermanos que sí conozco: sesgo de confirmación, normalización de la desviación, ilusión de control. Todos ellos son esos grandes componentes ocultos, invisibles, intangibles con los que diariamente nos encontramos al gestionar el riesgo al aire libre. Para hacerles frente, la humanidad, los estudiosos, se ha inventado estándares, protocolos, procesos, disciplina operativa…
Pensamos que en la montaña, en el mar, en el desierto está el riesgo. Ahí fuera, en lo visible, en lo observable. Pero también habita en nosotros. La mente, que nos permite decidir con velocidad, a veces nos tiende trampas, atajos que deforman la percepción y encogen la realidad para que se parezca a nuestros deseos. No se trata de ser “buenos” o “malos” decidiendo; se trata de reconocer límites humanos y crear marcos que compensen la distorsión natural de nuestros juicios. Lo que sigue es una invitación a pensar —sin prisa y sin juicio— en cuatro sesgos que acompañan muchas decisiones en terreno.
El sesgo del optimismo -cuando el deseo nubla la razón- nos hace sobreestimar la probabilidad de resultados positivos. El optimismo no es enemigo; nos da impulso y propósito. El sesgo aparece cuando esa energía sustituye al análisis y sobrestimamos lo favorable, subestimamos lo adverso y decimos: “a mí no me va a pasar”. Puede sonar inocuo pero es peligroso cuando sustituye al análisis riguroso. En contextos de riesgo, conduce a afirmaciones como “esto nunca pasa” o “a mí no me va a suceder”. A la luz de la operación podría verse en tres momentos diferentes: antes de la expedición cuando subestimamos los riesgos al planear (“no necesitaremos equipo extra, la ruta es fácil”). Durante, cuando ignoramos señales de advertencia (“el cielo está cambiando, pero no va a llover”). O después, cuando reinterpretamos la experiencia (“salió bien, no hay nada que aprender”).
Por otro lado, está el sesgo de confirmación —ver solo lo que queremos ver—. Es un sesgo que nos lleva a favorecer información que refuerza nuestras creencias y a descartar la que nos contradice. Buscamos, recordamos y damos más peso a la información que confirma lo que ya creíamos. Por esa razón muchas veces estamos sesgados al interpretar datos o a la manera en la que registramos algún evento con incidentes. Este sesgo puede parecer el más inofensivo pero es el “sesgo de los sesgos”, uno de los más difíciles de contrarrestar. Una buena práctica es separar análisis y evaluación. Primero describir qué podría pasar, por qué, cómo y cuándo, y después estimar probabilidad y severidad (matriz de tolerancia al riesgo). Ese pequeño orden obliga a distinguir hechos de juicios y reduce la tentación de saltar a la conclusión que más nos gusta.
El tercero de los sesgos que quiero compartir por ahora, es la normalización de la desviación —cuando la excepción se vuelve regla—. Este es un sesgo un poco más famoso en la gestión de riesgos que los otros dos, pero igual ha sido ignorado en gran parte de la operación turística. Muchos desajustes en la operación no se instalan de golpe sino que poco a poco se sedimentan. Una práctica insegura —cómo omitir una verificación— no trae de inmediato una catástrofe, pero repetida y repetida y repetida, se vuelve “lo normal”. Se manifiesta en frases suaves: “así lo hemos estado haciendo hace un tiempo”, “nunca me ha pasado nada”.
Dentro de un sistema de gestión de riesgos, los estándares y protocolos son las herramientas conceptuales más precisas para evitar esa deriva. Cada estándar incluye una descripción detallada de la actividad y una lista de peligros predominantes; establece buenas prácticas y medidas mínimas para reducir el riesgo a un nivel aceptable. Por ejemplo, un protocolo para selección de proveedores exige análisis de riesgos asociados a la tercerización, visitas técnicas a instalaciones, verificación de requisitos legales y técnicos, y recolección de evidencias de cumplimiento. Estas rutinas evitan que la complacencia convierta pequeñas desviaciones en parte de la “normalidad”.
La ilusión de control es el último de los sesgos de esta reflexión. Se trata de la tendencia a sobreestimar nuestra capacidad de influir en eventos que no dependen de nosotros. Algunos experimentos han mostrado que las personas creen tener control sobre resultados puramente aleatorios, y que esta ilusión puede llevar a ignorar retroalimentación y a asumir más nivel de riesgo. En expediciones, se traduce en declaraciones como “conozco este cañón de memoria” o “podemos controlar el caudal del río ajustando el ritmo del grupo”. Ese exceso de confianza puede hacer que se ignoren datos meteorológicos o se minimicen señales de fatiga.
Estos cuatro sesgos no son defectos de carácter ni fallas morales; son rasgos humanos. La literatura sobre sesgos, desde Richard Feynman (“no te engañes a ti mismo, porque eres la persona más fácil de engañar”) hasta Diane Vaughan (en su trabajo sobre la normalización de la desviación) y los manuales de psicología cognitiva, coinciden en que nuestra mente está diseñada para filtrar, simplificar y protegernos. La gestión de riesgos al aire libre es un espejo de esa condición humana. No se trata de ser infalibles, sino de reconocer la fragilidad de nuestra percepción y construir estructuras que nos permitan “ver” con mayor claridad. Contar con un sistema de gestión de riesgos y un plan de gestión de riesgos ofrece un marco de hábitos. Tener y cumplir protocolos o buenas prácticas, hacer checklists o aplicar alguna de las múltiples formas de disciplina operativa es la forma de anteponer a nuestra naturaleza una “barrera” de gestión.
En última instancia, el mensaje de esta reflexión tiene dos caras. Por un lado, es una invitación a cultivar la humildad, recordando que nuestra perspectiva siempre es parcial y que el mundo es más complejo de lo que creemos. Por otro, a organizar nuestra práctica con herramientas que se conviertan en barreras entre nuestros sesgos y la realidad y que convierta la reflexión en acción. Este ese acto de atención y humildad — esa pausa que permite ver más allá de nuestros espejos distorsionados— es donde se aloja, quizsas, la forma más profunda de gestionar el riesgo.
Suscríbete a nuestro Blog
Suscríbete a nuestro Blog
Contactanos:
Creado por Colombia Inedita SAS - 2025
Contactanos:
Creado por Colombia Inedita SAS - 2025